Es uno de los despachos de bebidas más antiguos que van quedando en el departamento Paraná. Fundado en 1895 por la familia Londero, fue también almacén de ramos generales, abasteciendo a las familias —en su mayoría europeas— que se instalaron en la antigua Colonia Militar Las Conchas, creada por Justo José de Urquiza. La edificación ha cambiado con el paso del tiempo, pero sin perder la esencia: ser el lugar de encuentro del hombre y la mujer de nuestro campo.
El boliche no tiene cartel, pero no lo necesita. Está en ese cruce de caminos que en la zona todos conocen, un lugar equidistante de los viejos puertos de Colonia Celina y de la Villa. Al ingresar, el salón no es muy grande y la mesa para jugar al pool ocupa el centro de la habitación. Unas banquetas con totora y unas sillas de plástico permiten sentarse. El mostrador está cubierto de botellas, vasos, algunas bandejas, una balanza y un gran trofeo. Al fondo, las estanterías —donde hay más bebidas espirituosas— y un par de almanaques completan la austera decoración del lugar.
—Mirá la foto —dice Edgardo “Topy” Londero antes de empezar la entrevista, y acerca una copia en blanco y negro de la desaparecida estación fluvial de Colonia Celina —a unos ocho kilómetros del bar—, donde sobresalen enormes galpones en los que seguramente se almacenaban los granos que, con esfuerzo, se cosechaban en los campos de la zona y en los que trabajaban cientos de personas.


De aquel puerto nada queda. Es una imagen del pasado, donde todavía se pueden descubrir algunos escombros ocultos por la maleza que recuerdan que el Chapetón —como también se conoce a Celina— fue el lugar elegido en el Paraná Medio para la construcción de una gigantesca represa hidroeléctrica, un proyecto que fue frenado hace 25 años por pescadores artesanales, encabezados por Luis “Cosita” Romero y el fallecido Raúl Rocco, quienes lograron la movilización ciudadana y de agrupaciones ambientales.
—Primero fue bar, cuando lo abrió mi tío. Después se empezaron a agregar otros rubros de los ramos generales y se hizo un almacén. Y ahora es, más que nada, de nuevo un bar —arranca a charlar el Topy, heredero de una tradición más que centenaria detrás del mostrador, sirviendo coca con Fernet y viendo cómo unos parroquianos le quieren enseñar a jugar al pool a Dylan, un pequeño de unos cinco o seis años al que le queda un poco grande el taco para darle a la bola—. Hacía rato que no decía mi nombre, muchos ni lo saben, para todos soy Topy —aclara y se ríe.
Dios y la sequía
Una camioneta pasa levantando polvareda de esa broza que permite transitar los días de lluvia, pero que es pegajosa con la sequía. En la quietud de esta fría tarde de invierno, el polvo se queda suspendido un rato en el aire, lo hace irrespirable y hasta tapa la imagen de la Virgen María, entronizada a pocos metros de la puerta de ingreso al bar y referencia insoslayable en la comarca.
—Mi señora, mi madre y tres amigos la pusieron pidiendo que llueva. Teníamos una sequía brava, los campos estaban necesitando agua, así que no quedaba más que pedirle al cielo… Se organizó una peregrinación hasta la capilla de Villa Urquiza. El próximo 8 de diciembre va a ser la caminata, la hacemos siempre en esa fecha —recuerda Londero.
No sabemos si las plegarias hicieron llover, pero la procesión religiosa, un acto indiscutible de fe, sigue vigente desde hace 32 años.
—Topy, una picada de salame —interrumpe un parroquiano.
El bolichero se pierde detrás de una cortina y, al ratito, aparece con una bandeja rebosante de rodajas del chacinado, acompañadas de unas galletas bien horneadas. Es la hora de la merienda, y viene más que bien aceptar la invitación a probar un auténtico manjar, acompañado de una copita de Legui.
Cuando 120 años son nada
Lo del Topy Londero es, como en tantos lugares de la Entre Ríos profunda, un lugar sagrado para el lugareño. El almacén, bar, despacho de bebidas —o todo junto— se transforma en un santuario donde se puede charlar o guardar silencio según la ocasión. Se respira campo, se toma, se comparte o se invita un trago, porque la feligresía se conoce desde siempre, son parte de la misma congregación. Al nuevo —el cronista— se lo saluda con educación, se le ofrece confianza, pero mirándolo de reojo como a un bicho exótico.
—Mirá que pasó el tiempo. Lo hicieron en 1895, si sumamos, son más de 120 años —dice mientras sirve un Fernet con coca, trago que hace rato se ha impuesto en la ciudad y, por qué no, en las zonas rurales.
Igual, tanto en el mostrador como en las estanterías están las botellas de ginebra (Llave) y whisky (Blenders o Caballito Blanco), Amargo Obrero, aperitivos varios, cerveza y vino en caja.
—Cuidado con el paño —le dice el padre a Dylan, que impulsa con energía el taco sin acertarle a la bola blanca.


Mientras la acción continúa en la mesa de pool, Londero recuerda que a las familias que llegaron a estas tierras “la mayoría se dedicó a la agricultura. Eran colonos que vinieron desde Italia y Alemania, también algunos franceses”, concede el Topy, quien hoy complementa su actividad en el bar con la ganadería.
—Aflojó un poco con la pandemia, viene menos gente, pero está todo bien igual. Ahora estamos de lunes a sábados; antes era de corrido y todos los días —señala.
¿Se puede anotar en la libreta? La risa general es la respuesta.
—Mejor es el contado —dice risueño.
El camino principal donde está el bar recorre 18 kilómetros casi en línea recta, uniendo la comuna de El Palenque con el río, en esa bajada (o subida) que es parte de la extensa costanera de Villa Urquiza, debajo de las barrancas que suelen desmoronarse con naturalidad y obstruir el paso. El bar del Topy está a siete kilómetros de la ciudad ribereña que es el epicentro de la actividad turística en esta zona de Entre Ríos.
La actual villa fue, alguna vez, una bucólica campiña a la que arribaron inmigrantes europeos que transformaron aquellas tierras en campos productivos y que utilizaron el río para transportar la riqueza que generaban. La presencia de italianos como los Londero —además de criollos, suizos, franceses, españoles o alemanes— es la simiente de una región que ha progresado pese a las recurrentes crisis del país.
Viernes de peña
Un salón contiguo —mucho más amplio que el propio bar— es el espacio para el encuentro peñero de los viernes, donde se come, se toma, se juega y, a veces, se guitarrea.
—Es una peñita —minimiza el bolichero.
Un horno, un tablón, un par de mesas y sillas son el ambiente ideal para una reunión que es un intervalo en la semana, donde se contarán anécdotas, se hablará del clima y de la ganadería en las islas, del río que está tan bajo, y se puteará un poco al gobierno también por eso. Pero por sobre todas las cosas, se compartirá una charla, aflorarán los recuerdos de abuelos y bisabuelos gringos.
De aquellos que cruzaron un océano, que labraron la tierra con arados mancera y un par de caballos en la primera colonia agrícola del país —como lo refleja el escudo municipal de Villa Urquiza—. Que sufrieron y progresaron, que cayeron y se levantaron, y que también se juntaban, cuando el siglo XIX se estaba yendo, en el bar del tío, ubicado desde siempre en ese cruce de caminos donde la historia parece en modo pausa.


¿Quién seguirá la historia del bar más adelante? La pregunta entraña una mirada de sorpresa, y la respuesta es un:
—No sé… creo que nadie más. Cuando no esté yo, se termina —expresa mientras contempla la ventana.
La tarde se va junto con el sol y el frío se hace sentir un poco más. Alguien pide que a la coca le agreguen un poco de Fernet y otra picada de ese salame que se guarda para homenajear a los amigos.
Es el bar del Topy Londero, donde se invita una copa: un ritual con la amistad y con la historia del lugar.
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