Fundado hace un siglo, el almacén de Bartfeld en El Cimarrón es casi una referencia geográfica del Distrito Banderas, en el departamento entrerriano de Federal. Ubicado en una esquina del pueblo, la que mira como en una imaginaria diagonal hacia la silenciosa estación del ferrocarril, el boliche conserva su aura original, con pocos cambios a la vista y conservando la identidad que lo vio nacer. Símbolo emblemático de un tiempo de trenes que funcionaban a carbón, es parada obligada para la vecindad que allí sigue haciendo sus compras.
Para el visitante, un lugar donde conocer la idiosincrasia tan simple como sencilla de una comunidad con mayoría de apellidos alemán o judío, inmigrantes que llegaron a trabajar, soñando con el progreso en una zona salvaje de una Selva de Montiel por entonces tan tupida como intensa, que hoy contrasta con fiereza ante una foto de llanura raleada por las labores agrícolas.
Hay que recorrer poco más de 23 kilómetros de un camino de ripio desde la ciudad de Federal para llegar a El Cimarrón, o Villa Perper para los más veteranos – un homenaje a don Abraham Perper, colono que donó las tierras para el primer asentamiento- es un pueblo que se ha ido quedando con pocos habitantes. El antiguo “Km 113”, como lo bautizaron cuando el ferrocarril pasó por esta zona del Distrito Banderas allá por 1924, fue cambiando poco a poco su fisonomía, la economía y hasta las costumbres y tradiciones de esta zona del departamento entrerriano de Federal. El nuevo nombre para la comunidad, que dejó de lado su primera identidad, fue un reconocimiento al ganado cimarrón que circulaba a su libre albedrío por campos y montes.
“Es una zona con pocas familias que han quedado, pero que tiene muchos años” nos cuenta Julio Bartfeld en un mediodía pleno de sol mientras tres parroquianos de rigurosa boina saludan con educación a las inesperadas visitas. Heredero de la tradición almacenera de su padre, nos atiende como corresponde, detrás del original mostrador de madera dura, testigo de infinidad de charlas, de copas servidas y de historias relatadas de esta comarca entrerriana nacida por y para acompañar el paso del ferrocarril, por entonces sinónimo de progreso y desarrollo en cualquier lugar, dicotomía argentina mediante.
“Lo de Bartfeld” sigue siendo un almacén de ramos generales a la vieja usanza, aunque ya no se consigue de todo; pero hay aperos, comestibles, botas de cuero y de goma, camisas y pantalones bombachas, y hasta algunos muebles. “No se compite con el supermercado, para qué. Acá tenemos lo que ellos no venden” dice y señala esos pares de botas exhibidas sin importar la estética y mucho menos el glamour en un estante sobre el mostrador. Botas tiro corto o tiro largo y un par de modernas alpargatas de cuero componen el cuadro debajo de los cuadros que replican al gran Molina Campo ya casi llegando al techo y que le dan el toque artístico a esta esquina de ladrillos vistos que acusan sin sonrojarse el paso de los años.
Recuerdo de otro tiempo
“Mi padre falleció hace poco más de 40 años, y el boliche tiene 50 más, por lo menos” memora Julio mientras sirve una bebida cola con el tradicional fernet, una combinación desconocida en aquella comunidad a la que llegó Abraham Perper hace más de un siglo buscando un horizonte más promisorio. “No tenemos datos concretos de la apertura del almacén, pero seguramente se inauguró acompañando el paso del tren” sugiere Bartfeld. Vías férreas cruzando la selva de Montiel tendidas por cientos de obreros en aquellas primeras décadas del siglo XX necesitaban de un almacén para la provista pero, sobre todas las cosas, para el encuentro y la distensión, para compartir la copa luego de largas e interminables jornadas laborales de un yugo con pocas reglas.
En 1911 se comenzó con el tendido de los rieles desde Hasenkamp a Federal. Casi cinco años después, en 1916, se habilitó en forma condicional el servicio que con los años terminaría conectando a Federal con la ciudad de Concordia, mientras que otro ramal uniría a Curuzú Cuatiá, en la provincia de Corrientes, con el norte entrerriano. “La gente cortaba leña para hacer el carbón que utilizaban las locomotoras. Lo mandaban a Concordia donde se lo procesaba” dice, mientras la mirada se pierde hacia el horizonte donde la vieja estación es una pintura ocre y silenciosa como es el ocaso.
Pero la vida sigue en El Cimarrón y en el almacén de Bartfeld, que no solo sobrevive, sino que es parada obligada del paisano para un aperitivo y el encuentro cuando el sol se empieza a perder en el monte. “Acá cerquita, a dos kilómetros, está la Aldea San Isidro donde funciona una gran escuela agrotécnica con internado y chicos que concurren a diario, cuatro colectivos los trasladan, y muchos docentes vienen desde Federal a dar clases todos los días. Eso también nos mantiene activos” sostiene en referencia al establecimiento Divina Providencia, regenteado desde 1935 por la Congregación de las Hermanas Franciscanas.
¿Hay libreta? La seria y responsable pregunta del cronista suena como un chiste para Julio Bartfeld y los clientes que estaban y los que fueron llegando, en ese rato de charlas donde el reloj se puso más lento. “En su momento las cosas andaban muy bien, pero hoy en día si pagan adelantado mejor” se ríen el bolichero y los amigos.
Pero el almacén de Bartfeld es, como en otras comarcas, mucho más que un comercio para las familias de El Cimarrón o Villa Perper o Km 113 como lo conocían los habitantes en 1924. “Por ahí nos comemos un corderito con los amigos, porque todos los que están ahí en la mesa son amigos” nos confía Julio, invitando a una próxima visita con algo a la parrilla o un guiso de lenteja “que sale muy rico”, nos provoca.
En la mesa de los amigos que son clientes o clientes que son amigos, se sirve una picada con queso, mortadela, salame y galleta. Después se irán a sus casas, pero cuando la noche comience a anunciarse estarán volviendo para cumplir con la liturgia.
– ¿Cómo sigue más adelante, ¿cómo imagina los años por venir para el boliche?
-Y siempre pienso que alguno va a seguir, no sé si de mi familia, pero bueno, pienso que va a seguir, que no se va a cortar, ojalá.
Allá al fondo se divisa la vieja estación de trenes que alguna vez fue un corazón latiendo fuerte, cargando vagones con leña que se transformaría en el combustible de tanto tren que alguna vez anduvo por estas tierras, en este pueblo de pocos habitantes que hoy, casi 100 años después, siguen su rutina cotidiana, con tradiciones y rituales que tienen en el Almacén de los Bartfeld el lugar del encuentro y donde se celebra la amistad.