Abierto hace más de un siglo, el almacén de los Dellagiustina es un testigo privilegiado del devenir histórico y de los cambios ocurridos en esta pequeña localidad entrerriana, surgida como tantas otras al paso incontenible de las vías del Ferrocarril Central Entrerriano, poco más de 130 años atrás. Un singular boliche de paredes y techo de chapa nos convoca a ser parte por un rato de rituales de otro tiempo, de una pausa para el encuentro con tradiciones que siguen muy vigentes en la Entre Ríos rural que supimos ser.
Para llegar a Mansilla hay que transitar por la Ruta Nacional 12, en el tramo que une Gualeguay con la rotonda entre Rosario del Tala y Lucas González, usted elige desde dónde. Y tomar por el acceso “Raúl Alfonsín” hasta el pueblo. La conexión vial, entendemos, ingresa por los fondos de una localidad que siempre miró hacia la estación ferroviaria que vio pasar los primeros trenes en 1891, hasta que se cerró el ramal definitivamente en junio de 1978.
La búsqueda y ubicación del viejo almacén del que teníamos alguna referencia encuentra respuesta en una vecina predispuesta ¿Queda algún viejo boliche en el pueblo? La contestación a la inquietud del cronista será levantar el brazo y señalar al espacio infinito, una suerte del ahora icónico messismo ilustrado del “andá pa’ allá”. “Lo de Troilo” nos dice a secas, una suerte de mojón en las orillas de esta localidad talense que, como tantas otras, nació y se desarrolló al ritmo cadencioso del tendido de vías y el paso del tren.
“Para ir a lo de Troilo vaya del acceso a la derecha, no se puede perder, es un boliche de chapas” indicó por último y con más precisión la vecina, aunque era para la izquierda, nobleza obliga. En la esquina de Salas y Lucena encontramos el almacén. Un cartel despeja cualquier duda y dos rieles que hacen de “palenques” donde una “chata” Ford junto a un par de aguaribay franquean el ingreso al almacén más antiguo del pueblo. Hemos llegado.
El boliche de los arrabales
“Usted está en Gobernador Mansilla, en calle doctor Salas 795” nos dice cual gallega del GPS, iniciando la charla, Pedro Aníbal Dellagiustina, a quien pocos recuerdan por su nombre, pero todos conocen por el mote que recuerda al “bandoneón mayor de Buenos Aires”, el gran Aníbal “Pichuco” Troilo, un apodo que compartió con su padre y que fue parte de la herencia junto con el almacén ubicado en un lugar donde lo urbano se ensambla con la ruralidad de esta localidad.
“Hace 25 años que estoy acá, desde que mi padre falleció. Y él también estuvo otros 25 años, pero el almacén tiene más de 100 años” nos cuenta “Troilo” detrás del mostrador de madera que tiene una suerte de ventana hacia el salón para atender a la clientela. Hace memoria con la ayuda de Mario, un parroquiano que todos los días se da una vuelta por las 4 Esquinas, que fue un matrimonio de apellido Pais, quienes levantaron y abrieron por primera vez las puertas del almacén mansillense en una fecha indeterminada, pero que vinculan con los orígenes de un pueblo que comenzó a nacer junto a las vías del ferrocarril allá por 1890, aunque los primeros pobladores llegaron bastante antes.
El kilómetro 73 de Mansilla
Es interesante la historia de este pueblo entrerriano, que por decreto del 21 de enero de 1890 -del entonces primer mandatario Clemente Basabilbaso-, recibió el nombre de Lucio Norberto Mansilla, aunque investigaciones históricas de don Humberto Jacob apunta a los primeros pobladores instalados en el Sauce –actual Mansilla- “por 1790 como don Miguel Jerónimo Mendieta, Pascuaza Bardillo, Micaela Carballo y Filiberto de los Santos, precursores de las tradicionales familias de nuestra villa” señala.
Mansilla, porteño gobernador de la provincia entre 1821 y 1824, tiene en su biografía notables méritos militares, desde su participación en la defensa contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807 hasta la batalla en la Vuelta de Obligado, contra la escuadra naval anglo francesa, pero nunca será olvidado y siempre recordado (y sospechado) de traicionar a Francisco Ramírez y sepultar el sueño de la “Republica de Entre Ríos”, pero ésa…esa es otra historia.
Volvamos con “Troilo” a las 4 Esquinas. “Siempre fue un almacén de ramos generales, y no cambió nada. Seguimos vendiendo de todo un poco y lo principal es vender barato, sino no se puede competir con los supermercados, pero los tupimos lindo a todos” confiesa entre risas, el hombre que sabe de la fidelización que posibilita seguir abiertos y de la lealtad de los viejos clientes que encuentran en este emblemático lugar una suerte de segundo hogar, una iglesia donde el bolichero es el pastor que convoca detrás del altar que es ese mostrador brilloso de tantas copas servidas.
Un buen aislamiento hace de “Las 4 Esquinas” un lugar fresco y agradable pese a las chapas, mientras afuera el termómetro anda con ganas de hacer un nuevo récord. Las estanterías exhiben lo que toda despensa debe tener: Yerba, azúcar, harinas, aceite, productos de limpieza, gaseosas y bebidas alcohólicas. “Se toma vino, cerveza y coca con fernet” dice el bolichero mientras le sirve una copa a Pedro, un cliente amigo que hizo una parada técnica acompañado de su hijo de 8 años: “Yo venía con mi viejo al bar, y lo sigo haciendo ahora con él” relata apuntando al pequeño que pide otra gaseosa sin desatender la pantalla del celular.
¿Qué podemos picar? “Lo que quiera” arremete el almacenero mientras todos ríen. “Se puede picar salame casero, queso, mortadela y galleta de campo” esclarece “Troilo” sobre la oferta, pero también “puede llevarse un pollo o comer un asado entre amigos” aporta Mario, el amigo cliente con ganas de hablar que todos los días pasa cerca del mediodía a tomar un vermú, y vuelve cuando baja el sol para compartir el protocolo de la conversación que nunca será interrumpida por el sonido de un teléfono móvil, salvo que “llame la patrona” se confiesa.
Pedro Aníbal Dellagiustina, “Troilo” para todos, no sabe si alguien seguirá el boliche y él anda con ganas de jubilarse, aunque es un hombre joven de sólo 61 años. “Ya estoy cansado, hace muchos años que estamos acá detrás del mostrador” admite. Un sobrino podría ser el continuador de la historia aquí, en las esquinas que son cuatro de Salas y Lucena, en los limites urbanizados de Gobernador Mansilla, pero no lo ve muy convencido.
El boliche está tal cual se construyó hace más de 100 años. “Le cambié las chapas del techo que se habían picado, pero las paredes y todo lo que se ve siguen igual, nada se ha tocado” expresa el hombre al que todos conocen por el apellido del gran “Pichuco” pero que nada sabe de tango. “Me gusta la música, pero no se cantar”, y se ríe con ganas.
“Qué le puedo decir, lo importante es seguir marchando, que no es fácil” comenta en la despedida. El sol abrazador del mediodía de este verano nos recibe. Adentro, en el almacén de chapas centenarias que sigue en pie y con sus puertas abiertas continúa la tertulia en la hora del aperitivo, antes de la sagrada siesta. Estamos en los arrabales de Mansilla, en un buen lugar para hacer una pausa, compartir una copa, una picada y festejar que estos almacenes sigan abiertos por siempre. Celebremos, que la vida se nos va pasando muy rápido.