Ubicado desde siempre en esos emblemáticos cruces de caminos que fueron y son punto de
encuentro de la ruralidad, el viejo boliche está abierto desde 1920, un hito centenario que la
pandemia impidió celebrar. Fundado por el inmigrante Sebastián Appelhans, hoy continúa
abierto con otros dueños, pero con la misma filosofía: Estar al servicio de la familia rural y ser
un mojón de profundas tradiciones arraigadas en el tiempo.
“El lugar es parte del ejido de Villa Urquiza, pero del otro lado del camino es Colonia Celina, y
para el otro lado es El Palenque. Y ahí nomás es Colonia Crespo” nos cuenta el nieto del
fundador, Hugo Appelhans, quien junto a su esposa estuvieron atendiendo el almacén hasta
2006, el año en que decidieron alquilarlo a Raquel Heit y su marido, Dante Galich. Hoy son
ellos quienes están detrás del enorme mostrador llevando adelante la actividad comercial,
pero sabedores que el edificio es un hito de la ruralidad entrerriana.
Los recuerdos
Hugo es la tercera generación familiar con un apellido que tiene sus orígenes en la ciudad
alemana de Bechtheim. Pero que al igual que miles de familia teutonas, los Appelhans
emigraron a Rusia, donde se instalaron y fundaron pueblos y ciudades en las márgenes del río
Volga, una odisea que duró doscientos años. Con una historia de violencia y padecimientos
que los obligó una vez más a migrar hacia otros destinos, entre ellos la Argentina y Entre Ríos.
Aquí, en estas tierras encontraron lo básico que buscaban: Paz y posibilidades mínimas para
desarrollarse y progresar.
“De allí venimos” cuenta, sobe aquel pasado inmigrante. “Tengo recuerdos de niño de mi
abuelo y sus ganas de trabajar. Siempre contaban la anécdota que después que abrió el
almacén, él escuchaba el cencerro de los bueyes que venían por el camino desde El Palenque
tirando las carretas con las que se transportaba el cereal hacia el puerto de Villa Urquiza, y
abría las puertas en la noche o a la hora que sea para atender a los que pasaban. Era la
necesidad de trabajar y vender” relata.
“Junto con mi abuela tuvieron diez hijos, cinco mujeres y cinco varones. Había muchos
almacenes en la zona. La gente podía vivir bien con dos mil gallinas, con un poco de campo,
después eso ya no se pudo más, aparecieron los criaderos grandes.
El antiguo almacén de ramos generales, al igual que tantos otros que han ido desapareciendo
junto con la enorme población rural de la provincia, tenía de todo. “Se vendía carbón de
piedra, alambre, todos los comestibles y hasta la ropa que utilizaban. Las familias venían en
carro y desde muy lejos y se llevaban las provistas. Tuvimos un acopio de lino, que luego se
entregaba a los Dreiszigacker en la Villa. A veces el cereal era la moneda de cambio de
campesino” apunta.
El ferrocarril, con la cercana estación de El Palenque, era un factor que dinamizaba la zona.
“Además de transportar la miel-se producía mucho-, cereal, animales, había trabajadores
ferroviarios que hacían sus compras. Nosotros levantábamos los pedidos una o dos veces al
mes y teníamos un reparto. Después también íbamos a hacer la cobranza” recuerda.
Aquella anécdota, mucho antes de la existencia del delivery, se hacía en un antiguo vehículo.
“Con un tío andábamos por el campo en un camión Chevrolet modelo ’25, juntábamos zapallos
y otros productos que las familias tenían en sus huertas. Y hacíamos el reparto” se ríe el
descendiente de don Sebastián.
Otro momento de esplendor para la comarca fue una iniciativa de instalar una papelera en los
campos de Reggiardo. “No recuerdo con precisión los años, pero sí que primero se hizo una
enorme plantación de eucaliptus, más de 3 mil hectáreas, lo que demandaba mucha mano de
obra, y esto impactaba favorablemente en las ventas del almacén. Eran unos 120 obreros que
trabajaron mucho tiempo” apunta Hugo, sobre un proyecto foresto industrial que quedó en la
nada, y del que son testigos silenciosos los enormes árboles que aún se observan desde el río,
en la zona del Chapetón.
Y a propósito del Chapetón, ese recodo maravilloso del Paraná, también fue a principios de la
década de los ‘80 motorizador de la actividad económica en toda la región -mientras duró el
envión- con el proyecto Paraná Medio. “Se instalaron con un obrador, vinieron técnicos y
estuvieron muchos meses trabajando, y el almacén era una suerte de punto de encuentro al
final de la jornada de trabajo” recuerda Hugo sobre la polémica iniciativa que planteó represar
el caudaloso río, idea clausurada varias veces pero que cada tanto es reflotada y vuelta a
archivar por las consecuencias ambientales que conlleva.
El almacén siempre fue un lugar para encontrarse. “Los sábados se juntaban, se armaban los
partidos de truco y se pasaba el rato, la charla amena, la copa que se compartía. Había varios
boliches en la zona y todos con mucho trabajo” subraya y menciona “lo de Restano, lo Dappen,
y el almacén de Rauch y Colliard” entre otros, todos cercanos al boliche de los Appelhans, al
que se llega por la ruta nacional 12, desde la capital provincial, en el acceso a El Palenque. Hay
que tomar el camino a la izquierda y recorrer unos dos kilómetros de broza.
Pasado y presente
Lo de Appelhans está cambiado en algún aspecto, forzado por la realidad de un campo con
pocos pobladores, con camionetas que reemplazaron a los carros y sulkys tirados por caballos
que encontraban en el viejo boliche el recado completo, desde la sudadera hasta el cojinillo, el
estribo, cincha, pretal, cabestro, bozal y cabezal. Un dato no menor tiene que ver con la
agricultura y la tracción a sangre de principios del siglo pasado. “Los arados dobles utilizaban
hasta seis caballos, lo que implicaba buenas pecheras, riendas, arneses”. Todo estaba en el
boliche.
“Había lo que te imagines y hasta no hace tanto tiempo” relató a este cronista Félix Antonio
“Toni” Casals, promotor de la cultura y las tradiciones rurales, que en sus labores en la cercana
Escuela Rural Almafuerte -en La Picada-, se ocupaba de “empilchar” la caballeriza, y
encontraba en el antiguo almacén de ramos generales “lo que necesitabas, también para vestir
al gaucho”, recordó.
Es así, y hasta bien entrados los años ’90 un sector del establecimiento “estaba dedicado
exclusivamente a vestimenta para el hombre de campo” nos dice la actual titular del negocio
Raquel Heit, recordando que cuando ellos se hicieron cargo “ya no se vendía más”. Cosas del
mercado que le dicen. Pero el boliche contaba con un vestuario acorde para el paisano:
Bombachas, botas, poncho, sombreros, fajas, camisas, chaquetas, pañuelos para el cuello, faja,
rastra y rebenque, variando la calidad si la pilcha era para trabajar o para salidas domingueras.
Hugo Appelhans rememora sus tres períodos en la intendencia de Villa Urquiza. “Pensaba que
sería un período pero fueron tres. Quedó mi esposa al frente del negocio, se hacía muy difícil
tener tiempo para atenderlo. Villa Urquiza es una ciudad con mucho turismo y exige trabajo
permanente, así que decidimos alquilarlo en 2006” señala con un poco de nostalgia.
Hoy el boliche sigue. Y es el lugar donde el hombre de campo, el peón rural, encuentra su lugar
en el mundo, vestido con la tradicional bombacha y el sombrero surero tradicional, adquirido
en otro lugar, vaya a saber dónde, pero qué importa si la identidad rural y la comodidad está
garantizada así.
Y aunque ese rincón rural ya no esté, el lugar sigue siendo una joya para aquellos nostálgicos
de tiempos pasados, de esos pocos espacios que van quedando y que cuenten historias de la vieja provincia eminentemente rural. De esa Entre Ríos en la que, nos imaginamos, se
escuchaba el parloteo del italiano con el alemán del Volga, del francés llegado de Saboya con
el criollo tratando de entender, como algo cotidiano, en aquel país que nacía recibiendo la
inmigración de mujeres y hombres que labraban con sudor y lágrimas una parcela de tierra
para hacer realidad sus sueños.